El cine de Andrés Di Tella podría pensarse como una colección de apuntes filmados, una serie de imágenes posibles que esbozan una forma fílmica vibrante, en movimiento, que no acaba de cerrarse en una categoría fija, por más antiesquemática que pueda proponerse. Sí, son documentales “problemáticos”, en el sentido estricto del término, pero no son del todo ensayos, ni del todo diarios y aunque el cineasta, por supuesto, habita cada plano de sus películas, su presencia no es un punto nodal o central, si no más bien el filtro para hacer visible, desde una perspectiva casi arqueológica, ciertos lugares de bifurcación, de encuentro, de tensiones entre el mundo afectivo y el mundo político en la Argentina, y tal vez, a través de ella. Es una obra, además, muy cercana a la literatura, a la posibilidad del cine de escribirse y reescribirse con la fuerza de un barrido, de una cámara serpenteante colgada de un árbol. Desde la recuperación de la figura de un cineasta marginal, olvidado, como Claudio Caldini, antes de Hachazos (2011), hasta el retrato de Macedonio Fernández a través de Ricardo Piglia y del mismo Piglia vacilante ante la lectura de sus diarios en 327 cuadernos (2015); la obra de Di Tella, como los Diarios de Emilio Renzi, enfáticamente, juega con la delgada -y supuesta- línea, ya desdibujada por Borges y otros tantos, que separa a la ficción del documental, al cuento del ensayo, a lo vivido de lo escrito, a lo escrito de lo filmado.

Carolina Sourdis