El colectivo Los Ingrávidos une estética e ideología, por medio de la sinestesia. Tiene una obra variada, multiforme y fecunda. En sus películas, flores y frutas, retratos de desaparecidos, vestigios prehispánicos y muchedumbres enardecidas, se mezclan con poemas, arengas y ritmos multisonantes, descubriendo otras formas de entender la denuncia, la memoria y la visibilidad. Sus composiciones hacen equilibrio entre lo abstracto y lo documental, entre lo analógico y lo digital, sin un lugar sígnico en el que se encuentre una posición cómoda. Es una praxis política de experimentación cinemática difícil de clasificar, inestable y altamente reactiva. “Una estética generalizada por desquiciar”, como lo señala su manifiesto, en una eclosión caleidoscópica de desarticulaciones, disonancias y mutaciones audiovisuales, que impactan en la psiquis del espectador e imprimen una huella profunda y extraña. La indignación, la resistencia, la rebeldía son el combustible de una máquina de cine urgente que trasciende lo informativo y que se erige como eslabón perdido (y hallado) para el enlace, la relación y la articulación de los territorios políticos y estéticos de un México convulso. Y es un eslabón perdido en su acepción originaria, arqueológica, que desentierra, que excava, que reconstruye las profundidades de la actualidad, que encuentra metrajes, que hiere películas, desborda pantallas y desnuda atrocidades. La obra de Los Ingrávidos es de ruptura y destrucción, un movimiento de vanguardia con profundas raíces latinoamericanas. Un surco poético y rebelde se abre para desmantelar las obviedades del lenguaje cinematográfico-televisivo, de producción industrial, nítida, costosa, canónica y moldeada.  

Andrés Pedraza