Una niña sostiene entre sus manos una espada. Atenta a un misterio que la atrae, pero que no puede comprender, contempla con curiosa inocencia la hoja metálica, en la que puede ver su reflejo ligeramente distorsionado. Sus ojos recorren el metal de un lado a otro, sin buscar explicaciones, explorando lo desconocido. La imagen, que hace parte de Laguna negra (2020), obra del joven director peruano Felipe Esparza, condensa la propuesta formal y temática de su cortometraje. Su trabajo observa con atención la fuerza del paisaje que anida en los Andes, se adentra en una experiencia sensible en donde la naturaleza se presenta como un espacio sagrado que interpela a nuestro ser y ausculta la complejidad del sincretismo donde los chamanes y los curanderos invocan a Dios entre la niebla andina. El ojo de Esparza es meticuloso a la hora de presentarnos el espacio que habitan y recorren los personajes. Su cuidado por el sonido de la naturaleza y el poder de la palabra complementan el respeto que siente por este entorno sagrado, en donde las celebraciones y los rituales no son algo exótico, sino extremadamente cercanos y sensibles.
Reseña: Juan Pablo Franky